Todos tenemos un sueño por el que avanzamos día tras día. Un sueño grande, permanente, o a veces simplemente uno temporal, pasajero, como el deseo de que llegue el viernes o fin de mes, las vacaciones incluso. Un sueño, un objetivo que condiciona nuestras acciones. Pero en ocasiones tendemos a equivocarnos, a dejarnos llevar por espejismos, ideas engañosas que pretenden hacernos caer en medio del camino. Y en la mayoría de veces, caemos, caemos en la trampa de nuestra ingenuidad, de la maldad de los demás. Somos víctimas de nuestros propios pasos, hasta tal punto que podemos hundirnos con nuestras propias manos y enterrarnos excavando en nuestro túnel.
Yo tengo ante mí la incertidumbre de acertar, de no saber si gano o pierdo con mi decisión, de no conocer las consecuencias de las opciones. Seguir o retroceder, esa es la cuestión. Y ninguna de las dos posibilidades me convence, solamente hay una atracción por parte de una tercera inalcanzable, imposible, pero que es capaz de hacerme desearla de una forma inigualable.
¿Qué hacer cuando ni el caos que revolotea a mi alrededor me ayuda a enderezarlo, cuando ni la injusticia me hace poder señalar el opuesto con el dedo? ¿Qué hago cuando no sé ni qué hacer? Preguntas, miles de ellas sin respuestas útiles.
El sueño que tenías idealizado se rompe, crecen las enredaderas de los obstáculos, se distorsiona tu visión, tu perspectiva pierde el buen ángulo al que estabas acostumbrado. Todo cambia de color, se oscurece hasta tal extremo de no ver nada, de sentirte atrapado en palabras que carecen de sentido, en opiniones que cojean por la falta de experiencia. O te planteas la derrota o buscas el horizonte donde no hay luz. Dos opciones, ambas sin instrucciones a seguir.
Y no sabes que hacer, y no arriesgas, y te pierdes en la monotonía de ti mismo.